lunes, agosto 11, 2008

¿Dónde lo dejé?

Me levanto por la mañana. El despertador me rescata de los brazos de Morfeo y me lleva de nuevo a la vida consciente, con voz de comentarista de noticias. Empieza un nuevo día.

En mis abluciones estoy acompañado por la música de una sintonía de radio fórmula, que por pereza no cambio a otra más "seria".

Desayuno con café, una tostada, una fruta y el noticiario de La Primera. Algunas ya las había oído al despertar, otras son nuevas, todas refuerzan el titular con una imagen... Reviso que no me deje nada, echo un último vistazo a las tareas del día, me cargo con el pan nuestro de cada día que es el portátil, la agenda, los cachivaches electrónicos, mi libro de turno y salgo disparado. Hoy será un día intenso.

El ruido de la vorágine urbanita, con sus sinfonías de cláxones, sus adagios de alarmas de la policia, los bomberos y las ambulancias, y los conciertos de los motores gasolina y diesel, aterriza en mis odios, apenas despiertos aún, elevando un nivel más mi consciencia. Me sumerjo en las entrañas de la ciudad, y tomo el metro.

Una amable señorita me recuerda por megafonía los tramos cerrados y los problemas de tráfico en cierta línea, a la que no hago demasiado caso porque no es la mía. Ya en el andén, el jumbotrón entre las vías atrae involuntariamente mi atención, a pesar de que ayer decidí que no iba a dejarme llevar y resistiría la tentación hundiéndola entre las hojas del libro de turno. Compruebo, y me consuelo como los tontos, que los demás también lo hacen.

El convoy interrumpe bruscamente mi conexión con la pantalla (de la que no me ha quedado muy claro qué me ha transmitido) con la presencia y estruendo típicos, ayudado por los ecos de la bóveda que transita. El dejar salir antes de entrar se cumple a medias, y algunas bolsas de los que han llegado a su estación se atascan con los brazos de los que entran. El chun chun del vagón y los avisos de una amable pareja avisando de las paradas a las que vamos llegando me acompaña hasta la parada final. En la superficie, las cosas no han cambiado mucho y se mantiene la misma composición musical que dejé al adentrarme en las tripas madrileñas.

La entrada en el trabajo supone el habitual y, por otro lado más que cortés, recepción de "buenos días", buenos deseos que espero se cumplan.

El trabajo es el que es. Reuniones, charlas informales, contestaciones inmediatas al niño caprichoso que es el teléfono, que no para de gritar en todo el día. La impresora hace su trabajo, para eso está hecha. Las conversaciones de un lado al otro de la oficina ondulan como sonora brisa. Ocho horas pasan sin darte cuenta.

Ya de vuelta, y de nuevo en un vagón del metro, un adolescente con pintas de mafioso en prácticas disfruta de la música de su móvil, y la comparte con todos nosotros por altavoz, imagino que con la intima convicción de que necesariamente nos gusta lo que escucha, porque lo escucha él y a él le gusta.

Al llegar a casa, me siento nada más llegar, agotado, sin ganas de hablar. Poco después, me pongo a preparar la cena, que hoy me toca. Aunque no es tampoco algo que desee con mucha ilusión, acompaño el hervor de aquí y la fritura de allá con una cadena de música melódica o, si apetece y acompaña, alguna de clásica. Algunas veces, las menos, la radio me regala alguna composición de jazz.

Si no hay charla agradable, descuidada y a salto de mata sobre las jugadas del día, a la cena también asisten los locutores de Antena 3 que repiten de nuevo las noticias harto sabidas ya, quizá con alguna pequeña novedad y rellenando los huecos con lo más visto en Internet. El deporte —raro que es uno— pasa a ser sordo rumor en alguna de mis neuronas. Las noticias sobre el tiempo corren la misma suerte.

Cuando ya quedo compañero de la almohada, y mientras escucho las tertulias de la noche sobre ningún asunto nuevo, o al menos disfrazado de novedad, me asalta una duda...

— ¿Dónde —me pregunto— me dejé el silencio?

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