Andan los más de los hombres por extremos. Unos, tan desconfiados de sí mismos, o por naturaleza propia o por malicia ajena, que les parece que en nada han de acertar, agraviando su dicha y su caudal [capacidad de juicio], siquiera en no probarlo; en todo hallan qué temer, descubriendo antes los topes que las conveniencias, y ríndense tanto a esta demasía de poquedad, que, no atreviéndose a obrar por sí, hacen procura [delegan] a otros de sus acciones y aun quereres. Y son como los que no se osan arrojar al agua sino sostenidos de aquellos instrumentos que comúnmente tienen de viento lo que les falta de sustancia [se refiere a las calabazas que se usaban antiguamente como flotadores].
Al contrario, otros tienen una plena satisfacción de sí mismos; viven tan pagados de todas sus acciones, que jamás dudaron, cuanto menos condenaron, alguna. Muy casados con sus dictámenes, y más cuanto más erróneos; enamorados de sus discursos, como hijos, más amados cuanto más feos; y como no saben de recelo, tampoco de descontento. Todo les sale bien, a su entender; con esto viven contentísimos de sí, y mucho tiempo, porque llegaron a una simplicísima felicidad.
Entre estos dos extremos de imprudencia se halla el seguro medio de cordura, y consiste en una audacia discreta, muy asistida de la dicha.
Realce II, Del señorío en el decir y en el hacer
El Discreto (Huesca, 1646), de Baltasar Gracián
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